Bella, enigmática y fugitiva

Cuento de Demetrio Reynolds *

CUANDO LLEGASTE al mercado “Chuquimia” (creo que fue a eso de mediodía) el minibús de turno para salir a Yocalla ya estaba casi lleno; aparte de ti sólo faltaban dos pasajeros. Al frente de donde pudiste ubicarte había una chica que te llamó la atención. Te gusta conversar con la gente que viaja contigo; incluso bromeas  en  el idioma nativo de tus coterráneos. Esta vez, dirigiéndote a la muchacha, dijiste: “No quisiera que se  me pierda este  bolso; contiene oro de buenos  quilates ¿me lo puedes ver un rato?”.  Y ella, sin mirarte,  con una señal de la cabeza,  aceptó. Al regresar con unas cuantas cosas que fuiste a comprar, ratificaste tu primera impresión: “Realmente es bonita”.

“Pero  por lo visto, alguien ya se lo dijo. ¡Qué  mal! A las mujeres agraciadas es mejor  verlas de cierta distancia y admirarlas en silencio; porque al saberse bonitas empiezan a afearse por dentro. No todas, claro está. Y ¿te enamorarías? No, claro que no. Las mujeres  muy bellas  están bien  para ajenas que para propias. Suelen ser reliquias de escaparate, de público y de disputa”.

Arranca el vehículo. 

Supones que está yendo a reunirse con sus amigos o sus  parientes en el balneario que está cerca de  Tarapaya. Calculas que por lo menos tendrás una media hora para poderla  ver de cerca. Por su actitud displicente y desdeñosa, no fue fácil entablar el diálogo con ella, y también porque el impacto de su belleza parece que te hubiera obnubilado. ¿Pero, además,  para qué? 

Con el movimiento  en las curvas, por momentos se rozan tus  rodillas con las de ella; pero parecía  no importarle en lo mínimo esa situación que, por lo demás, era inevitable.

Corría veloz  el vehículo. No tardaron en cruzar ese cañadón alto y rocoso llamado “La puerta” Y en verdad es  como una puerta. Viniendo del norte, no hay otro acceso a Potosí. Es una especie de túnel a cielo abierto. El camino cruza casi por  la orilla de un pequeño y sinuoso riacho que arrastra aguas densas y espumosas, esas que bajan de los “socavones de angustia”, contaminadas de copajira.  

Disimuladamente has empezado  a observarla. “Debe de creer que es una reina a quien sólo hay que rendirle  pleitesía, piensas un poco dolido por su desprecio.   No sabe que lo que ostenta es apenas un destello fugaz. Hoy luce muy hermosa; mañana será una flor marchita; pasado, sólo  un recuerdo. Está en esa edad en que las mujeres alcanzan en su vida el máximo nivel de  belleza física. No debe de tener más de 18 años; de  algo más de mediana estatura, de porte esbelto y contextura delgada; bajo el suéter anatómico se insinúa el discreto relieve  de sus pechos. No representa la imagen sensual que induce al deseo. Pero lo más  sorprendente es que no  hay en su rostro nada artificial; sus labios, sus cejas y sus párpados tienen  el color que la natura les dio. ¡Qué diferente a las que se  exhiben en las pasarelas comerciales o a las que se “arreglan” para concursar! Como está junto a la ventana, parece entretenerse con la visión del paisaje. Hay en la expresión de su semblante una risueña serenidad. Un pintor hubiera querido retratarla…   ¿Esta gloriosa criatura de dónde  habrá salido?”.

Ahora se desliza el motorizado por un suave declive de la carretera asfaltada. De cuatro mil metros y pico de altura en que está la Villa Imperial se desciende  a algo más de  tres mil. Es marzo, un día templado de pleno sol a esta hora. Afuera ya sopla viento un poco  frío; el invierno se  anuncia. Las ventanillas están cerradas, pero se respira dentro un aire relativamente puro.  Y no obstante, le ha invadido  el sopor; de rato en rato cierra los ojos. Ahora se la puede ver más libremente, sin que la curiosidad le moleste.

Unos minutos más y  Tarapaya estará a la vista. En esta pequeña aldea nació un ex presidente de Bolivia, cuyo nombre  lleva la Universidad Autónoma de Potosí, Tomás Frías. Tal vez ella no sabe eso ni le interesa. El vehículo dobla hacia la izquierda para empalmarse con la carretera troncal. Al ver que no da señales  de bajarse en el cruce,  como tú suponías, te preguntas aún más intrigado: “¿Quién es y a dónde está yendo?”.  ¿Es actriz de tablas o de cine acaso? ¿Es una misionera religiosa?  Pero así como se la ve, solitaria, no encaja en ninguna conjetura racional.

Ahora el camino avanza por medio  de una campiña más pintoresca;  a cada lado  hay sementeras repletas de maíz, papa y  haba. Ya los frutos van madurando y  se pinta  el paisaje con ese  color de oro viejo típicamente otoñal.

Como para enfocarla con una cámara, mantiene la cabeza erguida y mira al frente; observa por la ventana trasera del vehículo el camino que se va quedando atrás. ¡Qué bonita es! Tiene el cutis limpio, fresco y lozano. Parece que aún no ha pasado por su vereda ninguna pasión sentimental, de esas que suelen marchitar la vida. Alguien ha dicho que una mujer hermosa  es una obra de arte  esculpida  por la mano maestra de la Providencia, por eso es frágil y delicada. No resiste mucho el paso del tiempo”.

Por asociación de ideas, te ha venido a la memoria el recuerdo de aquel famoso personaje de Oscar  Wilde. Para disfrutar de los encantos de esta muchacha,  quisieras   ser  el Dorian Gray de la novela; así  de joven y guapo,  y que  algún poder mágico  te convirtiera  en un Don Juan, el irresistible galán de la leyenda. Y no es gratis, claro;  hay que pagar la  alta  factura que  Dorian pagó. Viene esa cuenta apenas desaparezca la alucinación, y entonces serías ¡quién sabe! ese hombre desfigurado que se desplomó al pie del magnífico retrato…  

Ahora te dejo correr, en otro vehículo, por los caminos de la  quimera. Ella ha anunciado que se ha de bajar  en Totora “D”. Y yo también allí me bajaré, has dicho con ese lenguaje enigmático de las almas enamoradas ya se comunicaron antes.  Te ha dicho  que también ella se sentiría feliz a tu lado. Se llama Dulcinea, y tú llevas  dentro la armadura simbólica del  Caballero de la Mancha”.

–          Maestro, hemos cambiado de idea. No se detenga en ninguna parte. Siga por la otra ruta, por la que no se acaba nunca…   

Yocalla, a  marzo de  2017.

(*) El autor es escritor y columnista de Los Tiempos de Cochabamba.


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