Cecilia Romero (*)
Hay una ciudad, un espacio, un babilónico lugar donde el azar de vez en cuando, trae un vagón del metro que corre vacío ante la mirada de los pasajeros que esperan en los andenes. Juan decía, cuando pasa uno así, es la muerte que arriba.
El no lugar son todos los pasillos, las escaleras eléctricas por los que la gente sube y baja, las bocas de entrada a los metros. Gente que se roza, ojos que por segundos se reconocen. Deambulan los enamorados del vértigo y todos tienen un puerto a quien llegar, es así, los pasajeros dejan en los andenes sus perfumes de adiós.
Vienen y van como los días. Las entrañas del metro son espacios de fuga, geografía donde nadie permanece. A la hora exacta los gusanos metálicos vomitan o abducen gente. Juan también sale y entra por las embocaduras de metal, viaja y diariamente llega a salvo a su lugar, su casa en las afueras de Virginia, ahí donde viven los bolivianos.
Y sin embargo, la realidad más tangible permanece, si arriba la placidez o la indolencia, hay una oscura moraleja que aparece con un sonido metálico, Juan levanta la cabeza, andaba segundos antes navegando en la virtualidad del celular, y nuevamente irrumpe el vagón desocupado que pasa en una ráfaga caliente, entonces, él inexorablemente piensa en la muerte e imagina en qué parada ese vagón se detiene.
(*) La autora es escritora.