Carlos Decker-Molina / Especial para Plaza Catorce
La vi y me reconocí, a pesar de que es ella y no yo. Abrimos la boca igual, mantenemos la lengua un poco encogida como haciendo campo para recibir el primer bocado de esa empanada rellena de Bolivia, porque para mí, la patria, antes que himnos y héroes, es la cocina de mi abuela Juana y la conjunción de sabores embutidos en una empanada con patronímico femenino y provincial argentino. ¿Será que las empanaderas eran dos hermanas oriundas de Salta, como dice la historia inventada o verdadera?
Le tengo miedo a las historias porque algunas son de novelas y de cuentos, son literatura y poesía. A esta altura de mi vida me importa poco si fueron dos hermanas de Salta o manos colonizadoras que llegaron a Potosí y transmitieron la habilidad a los lugareños que matizaron la culinaria con yerbas y sabores de la pacha mama.
En el exilio de Buenos Aires, solíamos ir caminando –por falta de guita– hasta la hoy desaparecida Villa Retiro, para comer salteñas horneadas por manos de bolitas inmigrantes. Era volver a la patria abandona a la rápida para evitar la muerte o la prisión.
En Chile, un cochabambino exiliado, se dio cuenta de que volver a la patria era tan simple como hacer una salteña, al hornearla y venderla no se perdía el estatus de refugiado, se evitaba la clandestinidad y la persecución y se volvía a Bolivia en unos minutos de sabor.
En Francia me avisaron que la hija de un ingeniero chapaco hacia salteñas no para vender sino para degustar entre amigos. Me colaba y viajaba en metro, estación tras estación, y ponía cara de palo y me hacía pasar de amigo de su amigo solo por volver unos minutos a la calle La Plata diagonal al cine Oruro del papá del Cachin donde vendían las “más mejores”.
En el único lugar que la salteña me encontró fue en las Islas Canarias. El olor fue un grito que me obligó a volverme y verla en el mostrador de un mercado público. Ahí estaba la salteña esperándome, pregunté su pedigrí y me dijeron “es un boliviano que las trae y se venden muy bien”.
Es un mexicano incompleto si no ha comido un taco. No es chileno si no ha curado la cabeza con un mariscal del mercado Mapocho. El ceviche es más peruano que la marinera. Qué argentino no ha comido un asado de tira. El uruguayo y su termo de yerba mate son la misma persona. Y, ¿el gallo pinto? es la cedula de identidad nicaragüense. Igual que los moros y cristianos la tarjeta de alimentos de los cubanos.
La salteña, en Suecia, es hijos y nietos que aprendieron a degustarla, una forma simple de entrar sin pasaporte ni permisos en la patria del abuelo.
Soy un repulgador con certificado paterno, pues mi viejo lo hacía con las dos manos. En Suecia la salteña es un almuerzo familiar, es una obligación en el país de las libertades.
¡Que sencillo es volver a la cocina de la abuela Juana y, a la patria, por la vía del sabor!
Carlos Decker-Molina es escritor y periodista boliviano radicado hace varias décadas en Suecia.